26.11.05

Mi Primera Guardia


A todos los estudiantes de Medicina
que por primera vez se enfrentan a la muerte.


Cursaba el Quinto año de Medicina y me encontraba trabajando en una clínica particular como auxiliar de cirujano. Aquella fatídica noche, que con mi quinto año de preparación me enfrenté a la muerte, era mi primera guardia.
Paseaba orondo por los pasillos de la clínica con paso lento y ceremonioso, con los brazos cruzados detrás de la cintura, ostentando un aplomo y seguridad del que no me sentía gozar. “Buenas noches Doctor”, me saludaban a ambos lados del corredor. Saludos que alimentaban mi ego, hinchaban mi pecho pero remordían mi conciencia.

Aquella noche fría y silenciosa, premonitora de desgracias, me encontraba tirado sobre mi cama mirando el estetoscopio como miraría un soldado un fusil esperando al enemigo. A mi mente evocaba todos los conocimientos obtenidos hasta ese instante para tener un apoyo teórico práctico a las actitudes que pensaba realizar en esa batalla contra la muerte. El silencio de la clínica agudizaba mi oído y me angustiaba, me encontraba solo. De pronto, bruscamente, uno gritos de mujer rompieron el silencio en que me encontraba, era una madre que gritaba, su hijo se moría. Sonó desesperadamente el timbre de mi habitación y salí expulsado por una fuerza extraña con el estetoscopio en la mano. Estaba solo, no tenía un amigo de años superiores ni a un profesor para que me orientara en lo que debería hacer, la vida del paciente estaba en mis manos. Bajé rápidamente los peldaños de la escalera. Mis pasos marcaban mi ritmo cardiaco. A escasos metros, sobre una camilla, vi el cuerpo sin movimientos de un niño rodeado de rostros compungidos y desesperados que lloraban desconsoladamente, al dirigirme sus miradas, los comprendí: “¡Yo era el salvador!” ¡Qué pasa! Pregunté”. ¿Se ha tragado un globo Doctor! Me contestaron en tono dramático. Lo toqué: frío, quise auscultarlo, se me enredó el estetoscopio, palpé pulso radial: no lo sentía, respiraciones: tampoco, pulso carotídeo, latidos cardiacos: no habían. Quise por un momento recordar el esquema del examen físico que había aprendido pero me di cuenta que no me ayudaría en nada. Rápidamente pasé a darle masaje cardiaco, mientras mi mente desesperadamente buscaba apoyo teórico dentro del caudal de conocimientos que había aprendido: respiración boca a boca, masaje cardiaco, adrenalina intracardiaca, traqueotomía, entubación, todo esto me cruzada por la mente. La enfermera me alcanzó el laringoscopio, agradecí en mi interior al residente de Anestesiología que me había enseñado a colocarlo. Obré rápidamente, no vi nada en la glotis. Volví a intentarlo, metí una pinza, nada. Me estaba desesperando, la enfermera y 2 familiares me miraban angustiados, mientras afuera todo el resto lloraba. Se me acababa el apoyo teórico. ¡Adrenalina intracardiaca! ¡Corrieron a traerla. ¿Traqueotomía?, nunca la había realizado. Pasé a darle respiración boca a boca. Vi un rostro infantil frío, inexpresivo, marmóreo con los labios cianóticos. Vomitó, pensé que estaba volviendo en sí, fugaz alegría. El inocente continuaba igual. Volvía a darle masaje cardiaco, cada vez más fuerte. De pronto mis músculos se paralizaron, me quedé atónito, un corriente helada recorrió mi cuerpo, una mano sobre mi hombro me dijo: “Ya basta, el niño está muerto”. El Director de la clínica y el Anestesiólogo habían acudido apuradamente en mi auxilio. El Anestesiólogo cogió el laringoscopio, lo introdujo, hizo uno, dos movimientos sobre el cuello, presionó el tórax, metió la pinza y saco el globo ¡Maldito Globo!. El Director aplicaba adrenalina intracardiaca, lo entubaron, respiración asistida, latidos cardiacos ausentes, yo insistía en el masaje cardiaco, el Anestesiólogo con la respiración. Todo fue en vano. El Director se dio por vencido, El Anestesiólogo también, yo insistía masajeando el corazón. “No sigas - me dijeron – ya esta muerto” No lo quería aceptar, era imposible. Mis manos entumedecidas se quedaron fijas sorbe el pecho infantil, jadeaba intensamente. Cabizbajo cerré los ojos y apreté los dientes fuertemente dibujándose en mi rostro un gesto de dolor e impotencia. ¡Muerte desgraciada, te llevaste a un inocente! Respiré profundamente y mirando al vació me pregunté: ¿Soy culpable?¿Puede haber sacado ese globo con un poco más de experiencia? ¿Soy culpable por esta inexperiencia de mi 5to año de Medicina?
“No te sientas culpable, si hubieras preguntado que tiempo transcurrió desde que ocurrió el accidente y las circunstancias en que ocurrió, te hubieras dado cuenta que ese niño llegó muerto. A veces crea que el Director dijo estas palabras para levantarme el ánimo, me encontraba muy abatido.

Los padres habían estado peleando, no se dieron cuenta que su niño se asfixiaba, no se pusieron de acuerdo si llevarlo a la clínica o a un hospital; salieron a esperar taxi, el taxi no llegaba. ¿Cuanto tiempo transcurrió? “Hace un momentito, Doctor”. ¿Un momentito?

Cabizbajo, triste y pensativo, recorrí los pasillos de la clínica en dirección a mi habitación, por momentos escuchaba una voz que me decía “¡Culpable!”. Pensaba en la alegría de ese niño, que media hora antes, saltaba y corría en su casa y por las calles, y en sus amiguitos que nunca más lo volverán a ver. Miré mi reloj: Junio 2 1981, 11p.m., día de mi primera guardia.

Mi amiga de infancia


Quiero traer al recuerdo de esta amiga a mi mente pero su imagen se me pierde y se esfuma envuelta en un halo nebuloso, como no queriendo emerger del mundo del olvido. Contemplo con los ojos entornados, de una manera lejana y borrosa, su sonrisa triste y sus facciones rasgadas. Exteriorisaban un sinsabor, contrastante con nuestra inquietud y alborozo infantil. No la recuerdo sonriendo.
En su rostro una tristeza contagiante se dibuja tenuemente. Una risa explosiva me sobresalta y me saca de la meditación en la que me encuentro. Delante de mí, una chica ríe a carcajadas festejando chanzas vulgares de sus compañeras. “La siguiente”, llama la auxiliar. Estoy abúlico, anoche tuve una guardia muy trajinada, casi no dormí, hoy día estoy cansado. El ambiente cerrado y caluroso del consultorio, y el hecho de pensar que en estos momentos podría estar tomando mi siesta, han abatido mi ánimo.

Una vez a la semana, en el hospital, examinamos a “las chicas de la vida alegre”, idealismo semántico de esta sociedad que no quiere llamarlas prostitutas, así como llama “pueblos jóvenes” a las barriadas, como que si empleando términos adornados soluciona sus problemas. Mujeres, vendedoras de placer, que en su afán de supervivencia en ese submundo de fatalidades, se transforma súbitamente de una dulce amante a la más agresiva y destructora tarasca que uno se puede imaginar.
Las examino, quiero concentrarme en mi trabajo, pero por mi mente pasan rauda y farragosamente los recuerdos de esta lejana y olvidada amiga. “¿Qué tal?, ¿Cómo estás?, ¿Qué ha sido de tu vida? “Hace tanto tiempo que no nos hemos visto”. La desconcierto por tanta pregunta, quiero saber de ella pues su imagen vaga en mis recuerdos como hoja seca a merced del viento. “¡Hola!, Estoy bien. Ahí, mi vida como la de cualquier otra. Sí, hace muchísimo tiempo que no nos veíamos”. Encubrió su rostro ocultando su sonrisa triste y me respondió con rubor, timidez y parquedad. ¡No has cambiado amiga!
Me despabilo, mi mente se alerta y continúo mi labor. Me cambio de guantes, introduzco el especulo, examino, saco muestras del fondo vaginal y del cuello uterino. Todo automatismo y monotonía. Una que otra pregunta: “¿Alguna molestia?, ¿Alguna secreción?, ¿Algún dolor?”. Las respuestas siempre mordaces, lanzan sus pullas, las que tengo que aceptar y sonreír.
¡No puedo creer que fuera ella! La he visto después de tanto tiempo. Trato de traer a mi mente todos los recuerdos que tengo de ella y el que descolla es su faz melancólica. En mi infancia la recuerdo tomada de la mano de su hermanita menor y alejada siempre del grupo. Era una niña triste, a veces su mirada mustia envolvía a todos y detenía nuestras travesuras. De figura débil y vacilante, a veces pensábamos que se quebraría si hacía esfuerzos violentos.
“¡Apúrese Doctor!, ¡En qué está pensando!”, me reclama una de las prostitutas. Yo les respondo que esperen, que tengan paciencia, que tengo que examinarlas con cuidado. ¡Qué habrá sido de su vida!. Hacía 18 años que no la veía. ¿Se casaría?. “Si me casé, tengo una niña. Está grandaza y es muy sabida”. Chocherías y orgullo de madre cariñosa. La recuerdo con su falda azul y la blusa blanca en los que su cuerpo no encajaba, el gorro en su cabeza se le caía por delante de sus ojos causando la hilaridad nuestra. ¡Que habrá sido de tu vida, amiga mía!.

Me levanto de la silla giratoria, he estado mucho tiempo agachado examinando que me duele la espalda. Salgo al pasadizo y me recibe una barahúnda de risas y comentarios de estas mujeres. “¿Es usted soltero, Doctor?; Tá bueno, Doctor! ¿Qué jovencito que es?”. “¡Respeten al Doctor!”, reclama la auxiliar sin tono autoritario para ser escuchada. Respondo a sus pullas con una sonrisa. Todas felices sonrientes, sobrellevando una jocosidad y vida alegre tan superficial que el más insignificante aire cáustico en su contra desencadenaría la explosión de un mundo cruel, vulgar, agresivo y llenos de desgracias. Unas mozas, algunas adultas y otras añosas.
“¡Hey, chapara!”, “¡Qué quieres ardiente!”, “Doctor, le dicen la insatisfecha, ¿Sabe porqué?”, “¡Fogosa, tu turno!”. Apelativos y comentarios sugestivos para atraer a un amante furtivo, a quien la calidad del placer le es dado de acuerdo a la cantidad de dinero que paguen.
Reingreso al consultorio y continúo el examen. Este pequeño relax ha mejorado mi ánimo. “¡La siguiente!. “Las nalgas más adelante, por favor… ¡Ya está!... ¡Otra!... No cierre las piernas… ¡Listo!
Continúen pasando, por favor… Señorita, otro especulo… “De pronto el rostro triste de esta olvidada amiga se infiltra nuevamente a mi conciencia como una luz esclarecedora, insensible y cruel que hiere mi corazón y mis sentimientos, como un puñal que es introducido lentamente al corazón destruyendo fibras y sentimientos a cada milímetro que avanza para bruscamente dar la estocada final y producir una explosión de sangre y dolor. Cierro los ojos, un ¡Porqué! Y un ¡No puede ser! Se dibuja en mi estupefacto rostro y veo claro… tengo que aceptarlo…. ¡Sí, era ella!... la quinta chica que examiné era mi amiga de infancia.

Su primer hijo


Me pidió por favor que yo atendiera el parto de su esposa. Acepté gustoso. Era una mujer joven, había sido controlada y no tenía complicaciones. El parto iba a ser sencillo.
“Es nuestro primer hijo y mi mujer se encuentra muy nerviosa”, exclamó emocionado. Mi amigo era estudiante de Medicina – cursaba años inferiores – quería darle valor a su esposa, pero se encontraba tan nervioso como ella. ¡Era su primer hijo!
Hacían una moza y alegre pareja, él tenía 23 años y ella 20 años. Cuando vi por primera vez a su esposa en sala de parto – no la había conocido antes – me sorprendió mucho. Su cabello castaño rizado, la candidez de su mirada, su sonrisa pura y cristalina y la inocencia de su rostro lleno de pecas que se habían oscurecido aun más por la gestación, la cubrían de un aire pueril que atraían cuidados cariñosos como los que se le brindaría a una niña triste, sola y abandonada. “¡Que sea hombre, Jesús, hermoso y robusto como su padre!” Exclamó enternecido. La emoción de mi amigo nos envolvía a todos, se trasmitía de corazón a corazón despertando expectativa en todo el personal por el nacimiento de su hijo.

En muy pocas veces el ambiente de Obstetricia está tan tranquilo como ahora. Hay 2 gestantes que van a dar a luz pero todavía dentro de una hora. Aprovecho esta placidez y me echo a descansar en la habitación de internos. En el silencio del aposento mis pensamientos se liberan y fluyen libremente; el foco de mi atención se fija en la emoción del primer hijo. Cuanta emoción reprimida hay, que basta escuchar el llanto del niño, para que el corazón del padre estalle de alegría como una granada cuyas esquirlas de felicidad se clavan en el corazón de los que lo rodean agitándolos y cuyas ondas explosivas atraviesan las paredes produciendo sonrisas de complacencia en todo aquel que la escucha. No he visto rostro de mayor felicidad como el de una madre cuando escucha el llanto de su hijo que acaba de nacer; y no he experimentado mayor satisfacción como cuando traemos al mundo niños robustos y sanos. En agradecimiento besaron mis manos en una oportunidad. ¡Qué profunda emoción experimenté! ¿Podrá tener hijos Jany? Mis ojos se cierran, me subconsciente empieza a aflorar.



Me voy quedando dormido… corro tomado de la mano con Vicky a orillas del mar.
Empiezo a soñar. Penetro en un bosque oscuro. “Vicky donde estás!”. Llueve intensamente. A lo lejos veo a Mary. Busco. Encuentro a Jany. ¡Qué linda que estás!.. ¡No te vayas! Esa cicatriz en el bajo vientre. La operación salió bien. ¿Hijos?... Tengo temor a que mi primer hijo no sea hombre.
¡Doctor Custodio, ¡Doctor Custodio!, !Una completa!. El grito de la Obstetriz me despierta bruscamente y corta mis sueños. Me levanto presurosamente, la tranquilidad ha desaparecido. Las auxiliares corren a preparar la sala de partos. ¡Un par de guantes! Grito. Una mujer es subida desde Emergencia a punto de dar a luz, está completa. “¡No puje!”, le exijo. “¡Aguante un poco!”. La madre está asustada y desesperada. Rápidamente es pasada a sala de partos, está lista. Viene el dolor, da un fuerte pujido y el llanto enérgico del niño se escucha en todo el ambiente, son las alegrías diarias en el piso de Obstetricia.

Los ajetreos y los gritos han puesto más nerviosa a la esposa de mi amigo. Me dice que los dolores han sido cada vez más fuertes mientras yo descansaba. La examino: 8 de dilatación, está lista para dar a luz. Llamo a mi amigo por el intercomunicador a Cirugía para comunicarle que ya va a dar a luz. Asimismo llamo al pediatra para que reciba y examine al niño. Todos se preparan, hay expectativa general. Viene mi amigo, no quiere pasar a observar el parto, prefiere quedarse afuera. Está muy nervioso. Su esposa está ya en la mesa de partos. Le empiezo a indicar que es lo que debe hacer para facilitar el parto. Tiembla levemente. “Tranquilízate”, le pido. Le digo que cuando sienta los dolores puje fuertemente. “¡Ya viene, Doctor!”, “¡Puje!, ¡Puje!, ¡Puje lo más fuerte que pueda!”, le exijo. Un sudor copioso baña su frente, el Pediatra y el Obstetra le dan ánimo. El Pediatra ayuda a presionar el vientre, la cabeza del niño empieza a asomar por la vagina. Las venas del cuello se le ingurgitan, su rostro se enrojece por el esfuerzo, sus dientes castañean. Pasó el dolor. “¡Animo!”, le digo. “Para el próximo dolor ya el niño nacerá”. “¡Duele mucho, Doctor!” me dice llorosa y temblorosa. Su respiración es muy agitada, jadea intensamente. Vuelve a comprimir los dientes, su rostro se llena de sangre, los músculos del cuello se contraen, el vientre se torna nuevamente duro, “¡Puje!, ¡Puje!”, le pido. Todo el personal le da ánimo. ¡Ya sale!, ¡Ya sale!.. ¡Salió!. El llanto del niño estremece nuestros corazones, la madre sonríe y llora de felicidad. “¡Es hombre!”. La obstetra sale apurada a darle la buena noticia al padre. Escucho exclamaciones de felicidad, se abrazan los abuelos, tíos y familiares. ¡Primer hijo!. El niño sigue llorando. Corto el cordón umbilical y se le entrego al Pediatra, ya el niño es responsabilidad de él, yo me ocupo de la madre. ¿Está feliz señora?, “Muy feliz Doctor, muchas gracias”. La paz y felicidad se reflejan en su rostro, ¡Es madre!

Continúo ocupándome de ella, saco la placenta, examino el canal del parto, el niño sigue llorando. No hay desgarros. Empiezo a suturar el corte que le hice. Mis cavilaciones sobre el primer hijo son interrumpidas por una mano temblorosa que se posa en mi hombro. Volteo, es mi amigo el pediatra. Me mira con ojos pasados, está pálido.. ¡Qué pasa!, le digo. “El niño es un trisomía 21” me dice estupefacto. Me quedo petrificado, una corriente helada estremece mi cuerpo, mis manos tiemblan, se me cae la pinza. Miro fijamente a los ojos de mi amigo como diciéndole que vuelva a examinarlo, que puede estar equivocado, pero no, un trisomía 21 es inconfundible. “además – agrega – tiene una cardiopatía”. No me atrevo a mirar a la madre, su primer hijo nacía con una malformación congénita: Era un mongolito. Afuera la felicidad era contagiante, acá en sala de partos el Pediatra y yo nos hundíamos en depresión. Nuestra impotencia ante estos sucesos de la naturaleza solamente nos hacen exclamar en nuestro interior” ¡Qué desgracia!, ¡Qué mala suerte!, y ocultar nuestra exteriorización de emociones ¡El médico no se emociona! ….. Tú que estuviste siempre bien no sientes nada de tu creación / el hombre sí te sufre/ ¡El Dios es él! Poema humano, dolor humano, Vallejo humano.

Empleábamos el sinónimo “Trisomía 21” para referirnos al mongolismo para que los familiares y demás gente no médica no nos entendieran.
Como decirle ahora a mi amigo que su hijo no era normal. La obstetra y la auxiliar en su afán de llevar rápidamente la noticia nos habían metido en este conflicto.
Mi mirada vacía se pierde en los caminos del infinito, a un lado del camino la felicidad y la alegría, al otro la tristeza y desgracia.
Me halan de un lado y de otro cayendo continuamente y experimento emociones antagónicas diarias. Estoy aprendiendo a no caer, mi corazón se está curtiendo.

El niño murió 4 meses después.

25.11.05

Mi amigo César


¿Sabes César? …recibí la noticia y no lo pude creer. Llamé en tres oportunidades para que me la confirmaran… al final tuve que aceptarla y viajé. La duda y el deseo de que no fuera cierta aparecían bruscamente en mi mente como oleadas repentinas de una mar tranquila que me producían estados de dicha esporádicos que cuando desaparecían me dejaban el sabor amargo de la desgracia confirmada.
“¡Chito, encontré tu carné universitario!”me dijiste un día cuando andaba perdido mi carné. “¡Enséñamelo!”, y me mostraste la foto de un gorila comiendo un plátano. Todo el mundo festejó tu chanza, tú eras el que más me llamaba mono. Nunca me enojé. Para qué enojarme. Yo era el que más te fastidiaba por la rigidez de tu cuello que te daba una postura graciosa cuando jugábamos fulbito. ¡Te llamábamos pajarraco! Eras el que sufría y se ruborizaba de nuestras travesuras en casas de Charo, como cuando le vaciamos el refrigerador Roberto,Lucho y yo, y te echamos la culpa a ti. Charo quiso invitarnos fruta y se avergonzó porque no encontró nada. No sabía que las cáscaras estaban debajo de la mesa.
Nos dijiste que tenías un absceso en el glúteo, que te daban fiebres altas y que te estabas automedicando. ¡La autosuficiencia de un estudiante de medicina! . Ayer al pasar lista, llamaron tu nombre… un silencio sepulcral fue la respuesta. Hugo me miró entristecido, no me atreví a mirarlo. ¡Cuanta falta hace tu presencia!. …Infecciones estafilocócicas fue el tema, eso fue lo que te afectó.
“Cuantas malas noches pasamos estudiando, ¿Verdad César?” Tu casa y la de Juan Miguel resultaban pequeñas para todo el grupo. Nos diste la confianza suficiente para estimarte como un gran amigo..¡Tenía que ser así! La amistad del grupo era granítica, como montaña que soportó los movimientos telúricos más grandes sin abrirse. Eramos 6 del grupo, amigos inseparables en juerga y en estudio. Seis personalidades diferentes pero unidas por esa fuerza indestructible que se llama amistad.
Llego a Trujillo y la duda se hace más intolerable como fardo pesado sobre el hombro que no deja respirar. De pronto me veo en el tumulto, hay muchos amigos de mi promoción, ni corazón empieza a latir desesperadamente. Veo a Juan Miguel sentado al borde de un muro con la mirada perdida, hay huellas de lágrimas en sus ojos, Roberto me recibe con mirada mustia. ¡Que ha pasado! Charo y Hugo están de espaldas tranquilizando a una dama que llora. ¡César donde estás! Lucho, pálido y con murria en su rostro me señala con un movimiento de cabeza la ubicación de César… “¡Amigo mío!…estás pálido, triste, serio…” ¿ Porqué estás vestido de negro?...¡César!..¡Abre los ojos!..¡Dios mío!..¡ No puede ser!....¡No puedo creer que estés muerto!.

Para dejar de fumar


Febrero 1982

Sentado en la cubierta de la pequeña embarcación de apenas 8 metros de eslora contemplaba la inmensidad del mar, un inmenso manto en cuyos 4 puntos cardinales solamente veía agua,agua y más agua.
Eran las 4 de la mañana,el resto de la tripulación dormía, yo meditaba. Mi mirada se perdía a lo lejos en un punto imaginario del horizonte. Mis pensamientos fluían libremente en ese inmenso campo abierto pero por momentos el silencio telúrico de la soledad me aplastaba y era el frío lo que me daba la certeza de mi soledad.
Pensaba que apenas una semana atrás, abordo de la misma embarcación, había afirmado que no había placer más hermoso como el de fumarse un cigarrillo en alta mar.
Pero esa noche, una luna redonda, plateada y brillante como una joya recién trabajada, fulguraba en lo alto del cielo, por los 4 costados mar,mar y mar, inmenso mar cuya superficie había sido teñida de un color azul plateado que centelleaba haciendome entornar los ojos. La belleza de esa noche sobre el piélago me había enajenado y enmudecido, respiraba paz, tranquilidad, hermosa soledad. Soplaba un viento suave, la lancha se balanceaba pausadamente, el chas chas de las olas sobre la quilla era apenas perceptible. La brisa fresca e invisible jugaba con mis cabellos y acariciaba mi rostro, mi mirada fija y perdida allá a lo lejos entre cualquier punto entre el mar y el cielo. Apenas parpadeaba por temor a perder un segundo de contemplación. Intentaba grabar con fuego en mi memoria esa emoción y belleza natural.
Rasgué el sello de la cajetilla que tenía entre mis manos, saqué un cigarrillo y me disponía a encenderlo, pero de pronto,dentro de mí anonadamiento, apareció un pensamiento demoledor produciéndome un cataclismo espiritual..."¡Cómo un ser insignificante como yo... se atreve a contaminar esta hermosa y pura naturaleza!. Por varios segundos miré detenidamente al cigarro y con la tranquilidad de un verdugo lo destruí entre mis dedos. El instante era muy hermoso para envenenarlo.

Hace 23 años tuve este pensamiento y nunca más volví a fumar.